Por David Sax
Hace una
década compré mi primer teléfono inteligente: un pequeño y torpe BlackBerry
8830 que tenía una elegante funda de piel. Me encantaba ese celular. Adoraba la
manera en que fácilmente entraba y salía de su funda, me encantaba la suave
vibración que emitía cuando llegaba un correo electrónico, amaba el sonido
silencioso de su rueda de desplazamiento mientras jugaba Brick
Breaker en el metro y la sensación de sus pequeñas
teclas bajo mis pulgares gordos. Era el mundo en mis manos y cuando lo apagaba
me sentía solo y ansioso.
Como la
mayoría de las relaciones en las que nos involucramos con el corazón agitado,
nuestro romance con la tecnología digital nos prometía el mundo: ¡Más amigos,
dinero y democracia! ¡La música gratuita, las noticias y el envío de toallas de
papel el mismo día! Una risa por minuto y una fiesta constante en la punta de
nuestros dedos.
Muchos de
nosotros nos tragamos la fantasía de que lo digital mejoraba todo. Nos rendimos
ante esta idea y confundimos nuestra dependencia con el romance, hasta que fue
demasiado tarde.
Hoy, cuando mi celular está prendido, me siento
ansioso y cuento las horas que faltan para que pueda apagarlo y relajarme de
verdad. La aventura amorosa que alguna vez disfruté con la tecnología digital
se acabó. Y sé que no soy el único.
Diez años después de que el iPhone nos sorprendiera por primera vez, es inevitable
el aumento de la desconfianza en las computadoras, tanto en nuestras vidas
personales como en la sociedad en general. Esta temporada de publicaciones está
llena de libros que nos advierten sobre los efectos perjudiciales de la
tecnología digital en nuestra vida: lo que los teléfonos inteligentes les están
haciendo a nuestros niños; cómo Facebook y Twitter están erosionando nuestras
instituciones democráticas; los efectos económicos de los monopolios de la
tecnología.
Una encuesta
reciente del Pew Research Center señaló
que más del 70 por ciento de los estadounidenses estaban preocupados por el
impacto de la automatización en los empleos, mientras que solo el 21 por ciento de quienes respondieron una encuesta de
Quartz dijeron que le confían a Facebook su información personal. Casi la mitad
de los milenials se preocupa por los efectos negativos de las redes sociales en
su salud física y mental, de acuerdo con la Asociación Psiquiátrica
Estadounidense.
¿Y ahora
qué?
Por mucho
que fantaseemos al respecto, quizá no borraremos nuestras cuentas de las redes
sociales ni vamos a echar a la basura nuestros celulares. Lo que podemos hacer
es recuperar un poco del sentido de equilibrio en nuestra relación con la
tecnología digital, y la mejor manera de hacerlo es con lo analógico: el ying
del yang digital.
Afortunadamente,
el mundo analógico aún está aquí, y no solo está sobreviviendo, sino que en
muchos casos está prosperando. Las ventas de los libros impresos tradicionales
están aumentando por tercer año consecutivo, de acuerdo con la Association of American
Publishers, mientras que las ventas de libros electrónicos han
disminuido. Los discos de vinilo han tenido un auge de popularidad que ya lleva
una década (más de 200.000 discos se venden cada semana en Estados Unidos),
mientras que las ventas de cámaras de fotografías instantáneas, cuadernos de
papel, juegos de mesa y boletos para espectáculos de Broadway están creciendo
de nuevo.
Este sorprendente cambio de suerte para tecnologías
analógicas aparentemente “obsoletas” a menudo se califica como una nostalgia
por la época predigital. Pero los consumidores más jóvenes que jamás tuvieron
una bandeja para escuchar discos de vinilo y tienen pocos recuerdos de la vida
antes de internet son responsables de gran parte del interés actual en lo
analógico, y a menudo este segmento abarca a quienes trabajan en las empresas
más poderosas de Silicon Valley.
Lo analógico, aunque es más incómodo y costoso que
sus equivalentes digitales, proporciona una riqueza sensorial que no tiene
equivalente con nada de lo que se vive a través de una pantalla. La gente está
comprando libros porque estimulan casi todos los sentidos, desde el olor del
papel y el pegamento hasta la vista del diseño de la cubierta y el peso de las
páginas leídas, el sonido que hacen al cambiarlas e incluso el sutil sabor de
la tinta en la punta de tus dedos. Un libro puede comprarse y venderse, darse y
recibirse, y también se puede mostrar en un estante para que todos lo vean.
Puede detonar conversaciones y cultivar romances.
Los límites
de lo análógico, que alguna vez se consideraron una desventaja, cada vez más se
convierten en uno de los beneficios a los que la gente está recurriendo como un
contrapeso para la fácil manipulación de lo digital. Aunque una página de papel
tiene los límites de su tamaño y la permanencia de la tinta que lo marca, hay
una eficiencia poderosa en esa simpleza. La persona que tenga una pluma
mientras lee esa página tiene la libertad de escribir, hacer dibujitos o
garabatear su idea como lo desee entre esas fronteras, sin las restricciones ni
las distracciones que impone el software.
En un mundo
de interminables cadenas de correos electrónicos, conversaciones grupales,
mensajes emergentes o documentos e imágenes con miles de modificaciones, el
jardín amurallado de lo analógico nos ahorra tiempo e inspira la creatividad. A
los diseñadores web en Google se les ha pedido que utilicen papel y pluma como
un primer paso cuando proponen ideas para nuevos proyectos durante los últimos
años, porque eso da como resultado mejores ideas que las que comienzan en una
pantalla.
En contraste
con las “comunidades” virtuales que hemos construido en línea, lo analógico
verdaderamente contribuye con los lugares reales donde vivimos. Me he hecho
amigo de Ian Cheung, el dueño apropiadamente necio de June Records, que vive al
final de la calle donde se ubica mi casa en Toronto. No solo me beneficio de
los ingresos fiscales que June Records contribuye como negocio local
(pavimentar las carreteras, pagarles a los profesores de mi hija), sino también
de vivir cerca. Al igual que la ferretería, la tienda de productos italianos y
el carnicero en la misma cuadra, la presencia física de June le agrega a mi
vecindario un sentido de lugar (como, por ejemplo, un lugar con una selección
genial de Cannonball Adderley y álbumes independientes locales) y me da una
sensación de pertenencia. Tampoco dudo que, a diferencia de lo que ocurre en
Twitter, Ian de inmediato echaría a cualquier nazi o misógino delirante que comenzará a despotricar dentro de su tienda.
Lo analógico
es perfecto sobre todo a la hora de animar la interacción humana, lo cual es
crucial para nuestro bienestar físico y mental. La dinámica de un profesor que
trabaja en un salón de clases lleno de estudiantes no solo ha comprobado ser
resiliente, sino que una y otra vez se ha desempeñado mejor que los
experimentos de aprendizaje digital. Lo digital podría ser extremadamente
eficaz a la hora de transferir información pura, pero el aprendizaje ocurre de
mejor manera cuando nos basamos en las relaciones entre estudiantes, profesores
y compañeros.
No enfrentamos una simple decisión entre lo digital
o lo analógico. Esa es la lógica falsa del código binario con el que las
computadoras están programadas, la cual ignora la complejidad de la vida en el
mundo real. En vez de eso, estamos ante una decisión de cómo lograr el
equilibrio adecuado entre ambos. Si tenemos eso en mente, estamos dando el
primer paso hacia una relación saludable con toda la tecnología y, lo más
importante, entre nosotros.
David Sax es el autor de “The Revenge of Analog:
Real Things and Why They Matter”.
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